Tanto el Ártico como la Antártida han sido siempre objeto de dos importantes amenazas: los intereses geoestratégicos de las superpotencias y el calentamiento global. La segunda ha puesto a estas zonas en una situación crítica, ya que el aumento de las temperaturas ha desencadenado el retroceso y el derrumbe de las plataformas de hielo, además de la acidificación de los océanos. Como consecuencia de esta pérdida del ecosistema, un nuevo enemigo ha empezado a acechar a las regiones polares: el turismo.
Cuanta más riqueza natural pierden los polos, más valor económico ganan, generando el llamado ‘turismo de última oportunidad’. Es decir, como estas áreas se están deteriorando, cada vez más gente desea visitarlas, antes de que desaparezcan definitivamente. También podría ser clasificado como ‘turismo de extinción’, puesto que es precisamente el derretimiento del hielo lo que facilita el paso de los cruceros, los cuales pueden transportar a los turistas a rincones que habrían sido inaccesibles hace un siglo. Si bien en un principio las expediciones destinadas a este continente eran minimalistas, compañías como Crystal Cruises o Silver Sea han hecho posibles los cruceros a la región, llevando hasta 1.000 pasajeros de excursión polar.
El Ártico, el área que rodea el Polo Norte, incluye partes de Rusia, Estados Unidos, Canadá, Dinamarca, Islandia, la región de Laponia, en Suecia, Noruega, Finlandia, y las islas Svalbard, así como el océano Ártico. Se calcula que recibe hasta un millón de turistas cada año. Por otra parte, la Asociación Internacional de Operadores Turísticos Antárticos (IAATO, por sus siglas en inglés) calcula que un total de 51.707 personas visitaron la Antártida entre 2017 y 2018, un 17% más en comparación con la temporada anterior. Por tanto, se ha llegado a un punto en el que el Polo Sur recibe más turistas que científicos.
¿Se debería regular turismo o prohibirlo del todo?
A su vez, esta situación ha generado un debate en torno a la prohibición o no del turismo en las zonas polares. El Protocolo de Protección Ambiental, o Protocolo de Madrid (1991), declara que la Antártida debe ser un área ‘consagrada a la ciencia’, y que las actividades económicas están prohibidas, excepto el turismo. Sin embargo, no especifica en ningún caso cómo debería ser regulado ese turismo.
Por una parte, es cierto que es mucho más fácil tener una idea de la situación real a través del turismo. Los viajes polares podrían contar con el aspecto positivo de ayudar a concienciar a aquellos que puedan permitirse visitarlos, pudiendo convertirse en ‘embajadores’ ante el resto del mundo, en activistas verdes. Estos turistas también podrían llegar a financiar investigaciones y expediciones con propósitos exclusivamente científicos, como consecuencia de una mayor concienciación, adquirida al haber conocido el lugar en primera persona. La mayoría de las compañías insisten a los turistas en la importancia de no llevar a cabo acciones que alteren el medio, como arrojar basura, y hay medidas que ya se han puesto en práctica, como la prohibición del uso de drones para no asustar a los animales.
Por otra parte, los cruceros dejan una huella de carbono muy importante, que puede llegar a ser superior a la de un Boeing 747. A pesar de que los turistas no tengan la intención de alterar el ecosistema con su visita, la conservación de la capa de hielo también depende del número de pisadas: se estima que, a partir de 500, esta comienza a debilitarse considerablemente. Además, la supuesta concienciación a base de viajes no siempre puede producirse o, si se genera, nada garantiza que los visitantes realmente vayan a destinar sus esfuerzos en la conservación de los círculos polares.
Por tanto, es importante que gobiernos y organizaciones se coordinen para trabajar de forma conjunta, con el objetivo de transmitir la idea de que los polos no están en venta, que el impacto humano puede ser especialmente perjudicial y que está en nuestra mano eliminarlo o, por lo menos, reducirlo en la medida de lo posible. Yahoo